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  • Foto del escritorSello InCorrecto

Festival Lasonada día 3: Respirar el Agua y Máximo Jiménez, el juglar del Sinú

Salomón Kalmanovitz acuñó hace ya un tiempo un término perfecto para describir a esos economistas que “(…) trabajaban para organismos internacionales y recetaban fórmulas elementales para curar los problemas del subdesarrollo”. Poéticamente bautizó este fenómeno como: ‘el síndrome del economista doctor’. Cuando leí por primera vez esta metáfora, se me ocurrió la posibilidad de extenderla y llevarla a un mundo tan surreal y estúpido que siquiera pensar en él nos llevaría, simultáneamente, a la risa y la indignación. Me explico: imaginemos por un momento la posibilidad de ser “atendidos” por un médico que no nos conoce, no nos ve y que no nos pregunta qué tenemos; pero que sí nos formula un remedio infalible para curar nuestros padeceres desde la comodidad de su casa, en los cerros orientales de Bogotá. Un doctor que no conoce a su paciente pero que sí conoce el sagrado algoritmo para llevarnos curarnos de todo mal y dejarnos en el mejor estado posible. ¿Este universo metafórico acaso no es habitado por los economistas que describió Kalmanovitz? ¿No son estos economistas los médicos que pretenden curar a su paciente sin conocerlo?


James Robinson, gurú del institucionalismo, escribió en el 2014 una árida columna en El Espectador en la que, sin asco ni tacto, recetó ignorar la cuestión agraria en el país y sugirió migrar hacia otro lado menos “conflictivo”: el capital humano: la Educación (con mayúscula). Para Robinson, Colombia tenía que ignorar el problema de la tierra para poder modernizarse, debido a que este solo institucionalizaba la pobreza en la periferia y traía violencia: “―¿Por qué es que incluso quienes fueron brutalmente aterrorizados y desposeídos, como los pobladores de El Salado, quieren retornar y reconstruir sus comunidades, aun cuando su tierra ha sido robada? ¿Por qué ven un futuro en “cortar caña”?” ―se preguntaba Robinson desde su torre de marfil en Harvard.


Pero bueno, ¿no es Robinson este economista doctor que no conoce a su paciente? Con la idea rondando mi cabeza salí de la Facultad de Economía de Los Andes y llegué a La Libélula Dorada, el martes, a ver Respirar el Agua de Silvie Ojeda y Máximo Jiménez, el juglar del Sinú de Jairo Antonio Rojas Garzón y Juan Carlos Gamboa Martínez, dos documentales que parecían responderle a gritos a Robinson sus preguntas descontextualizadas, que nos mostraban la realidad del campo y de las personas que lo habitan y que nos contaban las historias de las comunidades que ancestralmente han vivido, no del territorio, sino con el territorio. De aquellos que le gritaban a Robinson: “―Queremos retornar y reconstruir porque “esta tierra es mi tierra y este cielo es mi cielo”. Esto fue el tercer día de Lasonada: una noche en la que In-Correcto nos incitó a conocer el territorio y a sus gentes, a volver a problematizar la cuestión agraria, a no ser economistas doctores.




Dos visiones de un mismo problema narrado desde el río y las gentes que lo rodean. Respirar el Agua es una invitación a conocer a dos comunidades (una en el pacífico colombiano y otra en la sabana bolivarense) y su profunda conexión con el territorio que habitan, y la forma en que se los están quitando. La relación simbiótica del campesino con el territorio trasciende lo económico y Ojeda nos propone a verlo de esa forma: entender la relación espiritual del habitante ancestral con su entorno, las cadenas invisibles que lo atan armónicamente a la tierra que pisa y al río en el que pesca. “―La tierra no podrá venderse definitivamente, porque la tierra es mía, y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes” dice el Levítico (25.23), y sí, los paramilitares, terratenientes y multinacionales que se han apropiado del territorio nunca podrán habitar la tierra de la forma en que sus habitantes naturales lo hacían; los primeros solo la usan mientras que los segundos viven a través de ella. La visión que nos dio esa noche el documental de Ojeda parecía responder una por una las preguntas de Robinson. “―Querido técnico, tu receta mágica no da lugar a formas diferentes de habitar el territorio. Tu receta nos lleva a un concepto de desarrollo que no queremos. ¿Y si vienes y pillas que pasa por acá antes de condenarnos al olvido?”.


Luego del documental de Silvie Ojeda, la Libélula Dorada se llenó de acordeones insolentes y combativos. En la pantalla apareció Máximo Jiménez, antiguo miembro de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), invitándonos a pelear por la tierra despojada y mal repartida al son de paseos y cumbias. El documental contaba, sirviéndose de los testimonios de quienes fueron cercanos al maestro, la vida de Máximo, desde sus inicios hasta su exilio en Austria, país al que se vio obligado a migrar por temor a perder su vida. A partir de sus canciones, Rojas y Gamboa buscaron mostrarnos la vida de un juglar del pueblo, de un representante de la lucha campesina, de un compañero de insurrección cultural. Personalmente, me hubiera gustado que este abordara más la importancia de Máximo en la ANUC y la importancia de la música popular como herramienta de movilización política y de instrumento del cambio social.




Días después, pasado el festival, tuve la oportunidad de conocer a Catherine LeGrand, académica norteamericana que escribió en los ochentas Colonización y Protesta Campesina en Colombia, pieza fundamental para el entendimiento de la cuestión agraria. Con ella discutí algo de ambos documentales: de la situación actual de la cuestión agraria, del paramilitarismo y la apropiación de tierras, y le pedí que firmara mi copia de su libro. Cuando terminó este encuentro, abrí con alegría las páginas del libro y sentí, al leer sus primeras páginas, un corrientazo similar al que había sentido esa noche en la Libélula. Sentí un golpe de realidad que sin duda provocó en mí el mismo malestar que sentí al ver los documentales. El libro empezaba de esta forma:

Cuando yo era estudiante, la universidad entera se entretenía con un juego de preguntas y respuestas sobre trivialidades académicas. Una vez, tras una serie de preguntas ingeniosas, y como era de rigor, frívolas, de pronto alguien salió con esta: «En Asia hay cuarenta millones de campesinos muriéndose de hambre. Dé el nombre de uno de ellos». Se produjo un largo silencio. Ninguno de nosotros conocía un campesino. No sabíamos cómo vivían, y mucho menos lo que pensaban y lo que les era importante. Sin embargo, la mayor parte de los habitantes del mundo son campesinos. Si se ha de lograr el desarrollo económico, es necesario comprender sus problemas y sus puntos de vista.




Un vacío gigante se apoderó de mí. Pude sentir como se caía, lentamente, ladrillo por ladrillo, la torre desde la que miraba, así mismo, la torre vecina de Robinson. Sentí cómo Respirar el Agua y Máximo Jiménez, el juglar del Sinú me habían revelado la innegable verdad; sentí por primera vez como la enfermedad, que ya era aguda y punzante, se reía y me invadía de formas cada vez más agresivas... Me sentí como lo que era: un economista doctor que no conocía a su paciente.


Escrito por Felipe Orjuela Ruíz


Documental Respirar el agua de Silvie Ojeda:


Los pueblos cuentan conmigo: Máximo Jiménez el juglar del Sinú- Trailer:




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