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  • Foto del escritorSello InCorrecto

Festival Lasonada día 6: Meridian Brothers, Romperayo y DJ Barbaroja en Boogaloop Club


El 17 de mayo en la noche, por cosas del azar, terminé en Boogaloop Club ―como por la 13 con 60 y pico― en la farrota más increíble que he tenido en los últimos años. No exagero, o no mucho: en gran parte es porque volví a salir de fiesta hace apenas seis meses, después de cuatro años dedicada a la maternidad.


Cartel del día sexto del Festival Lasonada. Ilustración: Felipe Carrión


Viejita pero joven, así me he sentido. Julio Galeano, el líder de la Comunidad Cucharera ―que, por cierto, también hizo parte del festival Lasonada―, llegó a vivir a mi casa en junio del año pasado junto con sus discos e instrumentos musicales y, como si yo fuera una viejita, me sorprendí de escuchar tanta música tan extraña en mi hogar. Julio ponía todo el día cumbias psicodélicas que me recordaban un poquito la “cumbia chicha”, la amazónica que se hizo famosa en Estados Unidos, pero como más futuristas, casi como si fuera de un videojuego retro, guapachosa y electrónica.


Un montón de melodías tropicales pero extrañas que, en cuestión de meses, se hicieron la banda sonora de mis rutinas y las de Julio, y que ya me sabía de memoria: hora de arreglar el cuarto, hora de limpiar, de bañarse, de escribir, de hacer el desayuno o ir a tomar el sol. Eso eran para mí, por ejemplo, los Meridian Brothers: una música para ocuparse, para activarse. Para los momentos que llamábamos “ambientales”, y no porque sí, sino porque así los presentaba el mismo artista, Romperayo, Julio ponía la tranquilidad sampleada, algo más caribeño, otro tipo de sabrosura. A eso del mediodía, de repente llegaba la parte cómica de la tanda: unos tales Chúpameeldedo, que se decían satánicos pero son más bien farsatánicos, con lo de la farsa teatral incorporada. Julio es intenso. Si estos tres grupos se volvieron mi banda sonora en Bogotá (comparto casa con Julio algunos días a la semana, nada más), fue porque él los escuchaba sin descanso, porque los oía una y otra vez. “―¿Quiere descansar un poquito de esto?” ―me decía Julio cuando ya iba por la tercera vez que sonaba Bolillo, “―entonces venga le pongo Los pirañas o Frente Cumbiero”.


En febrero de este año se nos ocurrió ir con la familia y Julio a Piedecuesta, a un festival del que me prometí contar algún día, el III Festival de La Tigra, fue entonces que mi vida farrera tuvo un segundo despertar poderoso. Con el hijo a cargo de su padre, la música y el baile volvieron a poblar mis noches. El encuentro mágico de Piedecuesta en febrero lleva ya cinco meses de revivirse en diferentes espacios en Bogotá. Allá en Santander tuvimos de cerquita a los Pirañas, el grupo que conforman Eblis Álvarez, Pedro Ojeda y Mario Galeano, músicos a su vez líderes de las bandas que ya mencioné, y que nos pusieron a bailar en medio del parque principal, junto con los chicos de In-Correcto y La Jaula. En el mismo escenario estuvieron los del Supersón Frailejónico y, por supuesto, el loco Edson Velandia, además de otros grandes grupos y voces que me han hecho pensar que el espacio de La Tigra es con mucho uno de los mejores festivales de la música colombiana, diseñado también para pensar su relación con la sociedad: su papel contracultural, de resistencia en medio de la fiesta como espacio de jolgorio y amistad.


Llevo un semestre de fiesta diciendo cada semana, mientras me alisto para salir, que “―es la primera vez que bailo en cuatro años”. Pues bien, la verdad es que desde La Tigra llevo seis meses extendiendo la farra. La energía revitalizadora fue tal como para que con las ganas de vernos, de celebrar, escuchar buena música y bailar nos reencontráramos una semana después en Acto Latino, en Bogotá, para volver a sentir y seguir conspirando. En marzo fue Chúpameeldedo ―Eblis y Pedro― en su farra electropercusiva cumbia-metal-humorística, en un toque organizado por el parche In-Correcto. Luego vino, en abril, la Feria del Libro de Bogotá y la oportunidad de presentar el último libro de este sello editorial y discográfico, Qué televisión tan puerca (el libro), pero la oportunidad de ver en vivo a los Meridian Brothers y a Romperayo aún no llegaba.


Fue Julio, el cucharero, quien anunció una semana antes la farra que nos esperaba. Con la ansiedad de mi primera fiesta en años, estaba lista a las 9:00 p.m. para ir a Boogaloop. Llegamos tan temprano que no encontramos ni siquiera a los músicos. Un sitio oscuro, pocas mesas, frío. Me imaginaba que vería de nuevo a Pedro Ojeda, como en el video de los Meridian que he visto tantas veces en Youtube, vestido de cóndor agonizante mientras Eblis y su combo de umpa lumpas lo hacen moverse con descargas estridentes de sintetizador. Nada. Esperar. Esperar hasta que el sitio estuviera lleno y dejar la impaciencia de viejita que exige puntualidad en los artistas. Estoy oxidada. Un coctel. El lugar se va llenando de jovencitos vestidos de viejitos, de hecho, y de muchachitas vestidas como mi mamá cuando era joven; ellos empezaron a mover sus caderas al ritmo del chucuchucu en vinilo que el DJ Barbaroja mezclaba. Hala, magnífico. Los niños barbados y cara de interesantes celebran moviendo las cabezas y sus patitas de lado a lado. “―Quién hubiera dicho que a los jóvenes les iba a gustar lo que hacemos”― nos dijo Ojeda la noche de Chúpameeldedo.


Efectivamente, el “tropicanibalismo rolo” está pegando duro en los menores de treinta.


Por fin, a eso de las 11:00 p.m., se subieron los Meridian a tocar. No hubo cóndor en tramoya, pero sí lo que había sospechado y visto en los videos: una concentración casi ritual en los músicos. Un silencio que estalló en fiesta, apasionado pero, cómo decirlo, limpio, juicioso, estudiado, y nítido. Qué diferencia entre mis días de rutinas escuchándolos en el computador y el sonido en vivo. Quevedo, el bajista, sonríe de cuando en cuando, concentradísimo; Ramírez, el batero, farrea con sus baquetas; Valencia, la de los pitos, brinca y sus dos colitas de pelo se mueven encantadoramente mientras le da los platos; Eblis, embebido. Mis compañeros de farra ―Julio, Enyla y Estefanía― y yo nos hemos pegado a la tarima para ver de cerquita el espectáculo que nos devuelve al ritual de la fiesta. Así, sabroso, cadera y brinco, ancestral y urbano (es más explícito el coro de Chupameeldedo: “verraco es mi ancestro”), pogo o cumbia dura, usted verá. Alegría de platos y vientos, densidad de teclados electrónicos; el cuerpo llegando al trance.



Entre el público armamos un grupo de mujeres que bailan solas pero acompañadas. Nos movemos libres entre las extrañas melodías de Eblis y nos sabemos juntas. Hasta que un hombrecito que no ha entendido el asunto de que los tiempos han cambiado supone que puede llegar a amacizarse por detrás. Alcoholizado, se pega al cuerpo de una que lo rechaza. Busca con otra. Me acorrala contra la tarima. Un empujón y ya está. Todas nos miramos. Este baile es nuestro, y el hombre se vuelve a perder entre la gente, hacia el fondo.


Dan ganas de brincar más. Hacer la fiesta es resistir. Resistimos la noche. Todo el cuerpo nos duele pero acá seguimos. El ritmo atraviesa la carne y nadie puede quedarse quieto. Eblis lo dijo en un conversatorio en La Tigra: la revolución será interior o no será (fue más confuso, como él cuando habla, pero creo que eso era lo que estaba intentando decirnos). No es facilismo. Es que sin estos espacios y momentos para hablarnos con el lenguaje del cuerpo y la música es imposible que nos podamos conectarnos con los otros. Es que así nos decimos mucho más, y salir de fiesta es la forma por excelencia para construir comunidad. Nada de eso lo pienso mientras bailo, pero sí lo siento. Los Meridian terminan sobre las 12:15 p.m. y estamos sudados. El lugar hierve, está atiborrado. Un poco más de chucuchucu y mi compañera de farra, la gran Enyla del licor artesanal, siempre lista para sostener la farra con sus aguas frescas o ardientes, juega a que su celular identifique las canciones que el DJ pone en vinilo. Ahora lo retro: vuelve la moda del disco y el casete (y una que se deshizo de la casetera. ¡Haber sabido!).


Entonces se sube Romperayo. Con Ojeda me pasa que los videos me lo dejaron en la memoria cayéndose a una piscina innumerables veces. Una y otra vez se cae al agua de un resbalón. Un loop de la caída graciosa que se ha vuelto música. La repetición es la base del trance. Intento omitir la imagen, pero no lo logro. Ahí está Pedro Ojeda en pantaloneta cayéndose en una piscina melgareña, quizás, una y otra vez. La amistad y la música. El proyecto musical de Ojeda es otro tipo de resistencia. En gran medida, como espectadora, veo en él la resistencia del músico montado en la batería. Cronómetro y sabor. Sostiene la farra todo el tiempo necesario haciéndonos sentir que estás sobre una pista electrónica, pero viendo en vivo al instrumento y su ejecutor. Hasta el límite. Juega y te interpela. Hace cortes. Te dice que se acabó y vuelve a comenzar. Te hace reír. Los músicos no pueden estarse quietos. Socha, el bajista, camina con su tumbao mientras toca, con la presencia de una estrella caribeña y gafas de sol a la 1:00 a.m. Cros sonríe en la guitarra. El loop de la gaita se repite una y otra vez ―yo vuelvo a ver a Ojeda cayendo en la piscina una y otra vez―. De nuevo lo gracioso. Le echas un vistazo a Pedro, el que más ejercicio hace: piernas y brazos, la campana que domina y da sabor, y que es la que realmente sostiene toda la farra. Si Ojeda puede resistir, ¿por qué yo no, que solo tengo que bailar?





Nos dejamos ir en el trance del baile y el sonido. Esto no es solo de ellos: de los grupos, los musicazos. No son Eblis, Pedro, John, María. No son Romperayo, Meridian, Frente cumbiero, el parche loco del Ensamble Polifónico Vallenato, la locura de Chúpameeldedo. No es solo tropicanibalismo. No es cumbia electrónica, tropicalismo futurista psicodélicontemporáneo para hípsters. Somos los que a través de la música nos hemos hecho un cuerpo. Estamos diciendo con el cuerpo que acá seguimos y que la farra alimenta nuestros proyectos y hace amistad, crea lazos y da energía para seguir mañana. Y aunque se termina, sí,habrá alientos ahora que toque madrugar y deslomarse otra vez para aguantar, para decir lo que hay que decir y pararse duro, defender y construir comunidad, denunciar, burlarse, enfrentarse, confrontar, trabajar, sentarse a escribir, arreglar la casa, limpiar, tender la cama, bañarse, hacer el desayuno y, por qué no, salir a tomar el sol.



Escrito por Laura Acero Polanía









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