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La limosna de la fe: el milagroso gol de Iván Ramiro

Dentro de la historia de la selección Colombia, existen goles recordados con devoción. Por lo general casi todos son empates. El mítico, tosco y torpe gol olímpico de Marcos Coll para poner el 4-4 contra la Unión Soviética del icónico Lev Yashin, alias la araña negra. O el 1-1 de Fredy Rincón frente a la posterior campeona República Federal de Alemania en el mundial del 90’. Y el más reciente empate de Yerry Mina contra la selección inglesa en el mundial de Rusia, para poner el 1-1 agónico. Quizás, esa es nuestra suerte como país camandulero; rezar para empatar, para luego claro, pecar.


También ha habido otros goles grabados en la retina de los colombianos por darnos un triunfo y desatar una torva de hinchas tricolores en la calle lanzando harina y amedrentando a todo aquel que quiera pasar desapercibido. El 5-0 frente a la Argentina del odiado Diego Armando Maradona, por ejemplo, que dejó un saldo de 27 muertos y otro tanto de heridos. O la espectacular volea de James Rodríguez que decretó el histórico paso de la selección patria a cuartos de final de un mundial por primera vez. En esta ocasión, para evitar que la parranda y el jolgorio acabara con más vidas, en varias ciudades del territorio nacional se decretó ley seca.


Existe otro gol. Quizás no es tan recordado porque no fue en un mundial, ni frente a nuestro profundo archi rival, Argentina. Fue en una Copa América opacada por problemas de ejecución, secuestros, abandonos de selecciones principales y nóminas mixtas. Es en ese fangoso terreno de la memoria donde Iván Ramiro Córdoba se levantó por los cielos para con su cabeza clavar el balón en la red defendida por la Selección Mexicana en Bogotá en el año 2001.




De ese cabezazo borrado de la psique futbolística nacional, paradójicamente, nace el único triunfo de nuestro onceo patrio. Yo lo recuerdo bien, es de mis primeros recuerdos de un deporte que luego me apasionaría tanto como a gran parte de la humanidad. Fue un día soleado. Frente a la magnitud de lo que estaba por pasar, mis vecinos sacaron a la calle el televisor más grande que encontraron y con dos parrillas llenas de carne, cerraron la vía. Yo mucha atención al partido, no puse. Me divertía vestido y pintado de cabo a rabo con los colores de la selección Colombia, y seguramente fantaseaba que era Giovanni Hernández, o Totono Grisales, o alguno de los discretos próceres de aquella conquista. Los adultos comenzaban a desesperar. Cada vez los veía más tensos y sus miradas al reloj incrementaban.


De repente, una estruendosa voz hizo que todos se aglutinaran frente al televisor y se agitaran unos a otros en signo de celebración. El apoteósico triunfalismo patrio se ciñó sobre mi barrio y muy seguramente sobre toda Bogotá. No demoraron en aparecer la maicena, los pitos, los equipos de sonido y las botellas de aguardiente. En unas casas escuchaban “En Barranquilla me quedo” y en otras, más conservadoras “Que Orgulloso me siento de ser colombiano”. Tal capacidad para generar felicidad, me marcó para siempre y en mi memoria quedó registrado todo el gol, así no lo haya visto. El salto majestuoso de Iván Ramiro Córdoba, que incrustó el balón en la red frente a la mirada del petiso “conejo Pérez”. Su frenética corrida llena de exaltación y su posterior arrodillada en el suelo, como diciéndole a Dios: toma este gol en recompensa por todos los pecados de mi patria.


Este gesto, de arrodillarse, ver al cielo y echarse la bendición, es algo muy recurrente en los jugadores latinoamericanos. Una forma de mostrar, que, como afirman posteriormente en sus declaraciones, “La gloria es de Dios” que utilizó su cuerpo como móvil divino para darle una alegría a su respectivo país. Por fortuna, la melosería divina ha mermado y jugadores profundamente cristianos como Yerry Mina, prefieren celebrar sus goles bailando, aunque luego hagan total responsable de sus acciones a papá Dios.




Sin embargo, la forma como Córdoba cayó de rodillas en el campo del Campín aquella tarde soleada de 2001, representa a la perfección la historia de nuestro único campeonato: un verdadero milagro. Después de las masacres que se volvían habituales en las regiones y en los noticieros. Después del secuestro del dirigente deportivo, Hernán Mejía Campuzano. Después de tantas dudas acerca de si la copa se realizaba en Colombia o no. Después del abandono de la selección argentina aduciendo amenazas contra su seguridad. Después de que en día de la semifinal contra Honduras, las FARC haya entrado, plagiado y secuestrado a casi todos los residentes de un edificio en Neiva. Después de un partido tan cerrado, como es costumbre.


Después de esto, es entendible saber que los grandes triunfos de este país, tanto en el deporte como en la política, no dependen “de una construcción colectiva, de una simbiosis entre geometría y el músculo, un producto laico conquistado por ciudadanos atenidos a sus propios méritos” (Duque, 1998) No. Los triunfos de mí país, que sigue existiendo por obra y gracia del espíritu santo, no pertenecen a sus ciudadanos.


Escrito por Santiago Álvarez Méndez

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