Quién dijo miedo
- Sello InCorrecto
- 10 feb 2019
- 5 Min. de lectura
¿Miedo? Quizá a lo desconocido o a la reacción que podamos tener frente a lo desconocido, es decir, a nosotros mismos. A toda experiencia y espacio que pueda propiciarnos el mismo miedo: miedo a tener miedo (diría algún personaje de Wim Wenders).

Miedo a mirar nuestro reflejo en un espejo y ver como vamos siendo otro; como en la superficie del rio, pues todo espejo termina siendo deformante. Los espejos también muestran a la muerte trabajando, afirma Jean Cocteau en su película donde Orfeo atraviesa uno, sumergiéndose en sus aguas para ir en busca de Eurídice. Da miedo no reconocerse en las imágenes que se reflejan, o peor, reconocerse en lo más extraño, lo indefinido, lo monstruoso, en “eso” que no acaba de tomar una identidad. Miedo a dudar de nuestras pequeñas certezas: de quienes somos, del mundo en que habitamos, o de como se constituye y asegura nuestra permanencia. Por que solo tenemos una sola certeza, sabemos que la muerte vendrá y que de “esa” no regresaremos al mundo que conocemos. Miedo al momento en que no reconozcamos todo esto a que alguien no nos reconozca.
Son lugares propicios para el miedo: la oscuridad (es decir la falta de luz), la noche y su silencio, las sombras, la muerte, siempre guardándonos el gran misterio. Nuestros hábitos modernos nos han permitido confiar en la oscuridad de las salas de cine, lugares de diversión por excelencia, donde incluso nos divertimos burlándonos de nuestros propios miedos. En estas se proyectan sombras en los espejos deformantes de las pantallas, donde sobreviven los motivos de tantos miedos: otras oscuridades, fantasmas, seres indefinidos. Y el temor a las multitudes en la oscuridad, solo superado al aislarnos en la oscuridad donde cada uno esta solo frente a la pantalla. Puede ser que vayamos al cine acompañados, también para darnos valor al reconocer y compartir nuestros miedos comunes, convirtiéndolos en leyendas y mitos colectivos: fantasmas que emergen de la oscuridad de la sala tomando extrañas formas de muertos vivientes, momias, vampiros, engendros prefabricados. En fin, la imagen de otros o del otro que habita en uno mismo.
Cortázar fue prolífico al instruirnos en las diferentes formas de tener miedo, pero se le escapó una que se hizo realidad en una sala oscura. Una noticia digna del horror y la imaginación de su admirado Edgar Allan Poe: en el Teatro Teusaquillo de Bogotá fue estrangulada una espectadora mientras veía una película. Puedo imaginar en sus ojos desorbitándose el reflejo de la película que se proyectaba: probablemente no era el rostro de Bela Lugosi exhibiendo sus colmillos, sino el Pájaro loco riéndose al final de un corto animado. Esta terrorífica anécdota, que coincide por estos mismos años ochenta del siglo pasado con la de una novela de Hugo Chaparro y la de un guión de Mauricio Durán, fue un “hecho real”. Quizá no se ha indagado lo suficiente sobre este habitual habitáculo del horror, del miedo y de la fobias, que acecha en una calle de barrio o en un centro comercial. El miedo a la oscuridad compartida que debió haber vencido aquella mujer al decidirse correr la cortina y entrar a la sala del teatro Teusaquillo.
Por eso se prefiere ir acompañados: las salas de cine han sido para tantos adolescentes el lugar de iniciación a las aventuras eróticas o de sus prácticas para otras parejas de adultos o “viejos verdes”. Para sus censores, el cine ha sido la escuela donde se aprenden colectivamente vicios y artimañas: “el cine corrompe” –dicen-. Temiendo a todos estos oscuros habituales, las familias prefieren acompañar a los niños, acercándolos y familiarizándolos con películas mas edificantes. La sala oscura no ha dejado de pensarse como una especie de “horror vacui”; y su pantalla un hueco sin fondo, un “tragaluz del infinito”, como diría Baudelaire sin haber conocido estos paraísos artificiales. Por eso se convirtió rápidamente en un rito social, antes que la experiencia individual que fue en sus inicios bajo la forma del kinetoscopio. Hoy se vuelve a las primeras prácticas de ese fetichismo solitario, al mirar en las pequeñas pantallas digitales de computadores y celulares.

Otros hemos preferido atrevernos a ir solos, quizá por que ya nos sabemos solos ante las sombras proyectadas y la proyección de nuestras obsesiones en la misma pantalla centellante. Quizá también por que la cinefilia solo es posible compartirla a la luz y el calor de un café y una torta después de haber visto la película, para poder confrontar las distintas películas que cada uno vio en la única pantalla. Christian Metz dice que se “asiste” a una película como se asiste a un parto, y que el espectador hace las veces de partero en este alumbramiento. Sí el cine representa nuestros modernos sueños colectivos, también sabemos que cada uno sueña solo, en el dormitorio comunal de la sala. Como en Inception de Christopher Nolan, la proyección física y exterior de los estímulos sensoriales de sonidos e imágenes intermitentes, genera en cada espectador su propio sueño o pesadilla.
EL icono-fóbico Platón denunciaba el engaño de las imágenes proyectadas al fondo de la caverna oscura, invitando a salir a la luz del día para que, después de deslumbrarse, los ojos de la conciencia alcansacen al conocimiento verdadero. Es el método de la luz: desaparecer todo tipo de fantasmas y misterios. Por su parte los foto-fóbicos, encuentramos en el agrandamiento de las sombras móviles y en la danza de infinitas variaciones del fuego, las imágenes de todo “eso” que alimenta sus temores. Sí a la luz del sol se encuentra la Verdad eternamente inmóvil y cegadora; a la sombra de la inmensa noche acechan otras realidades, no por difusas, cambiantes y efímeras, menos significativas. Estas innumerables y viejas sombras persisten en el arte de los miedos y las fantasmagorías que vislumbró el expresionismo alemán al descubrir la belleza en lo más temible. En las actuales salas de cine -como en la primitiva caverna o en la maloca del chamán-, han ido a refugiarse los fantasmas que continúan alimentando los miedos con que el hombre moderno se reconoce en los antiguos mitos que buscaban explicar su lugar y sentido en el mundo.
La pantalla es el espejo de la Medusa en el que tememos reconocernos en el rostro horrorizado y enfurecido que se devuelve al mirarla. En ella tienen vida los fulgurantes vampiros que la luz del día disuelve y hace desaparecer; la momia que no debe ser despertada de su sueño eterno la oscuridad de su cripta; las monstruosidades creadas por el hombre a partir del montaje de diferentes miembros y órganos de otros muertos, y que cobran vida gracias a la electricidad del proyector; los hombres que en la pálidas noches de luna llena se convierten en lobos y las mujeres que sacian su hambre convirtiendo se panteras; las hordas de muertos vivientes y usurpadores de cuerpos, que nos esperan a la salida del cine, para cobrarnos la tranquilidad y el confort en que vivimos; y el hombre que ha perdido la visibilidad de su cuerpo para poderlo ver todo, especie de metáfora del mismo espectador. Debemos procurar que la luz y la razón no destruyan la esencia de estos seres que persisten en darnos otra imagen de nosotros mismos. Su hábitat debe ser la salas oscura, ojalá con las pantallas mal templadas y la luz centellante del proyector de cine, pues en las frías pantallas tocables no logran aparecer estos inconsistentes seres de luz y sombras.
Junio 2016
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